jueves, mayo 8, 2025
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(OPINIÓN) Dolorosa realidad de ser niño en Colombia. Por: César Bedoya

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La lectura de las noticias en Colombia se ha convertido en un ejercicio doloroso, un recuento constante de la fragilidad y el peligro que acechan a nuestros niños, niñas y adolescentes. La indignación nos embarga ante la escalofriante certeza de que ser infante en esta tierra se ha transformado en una arriesgada travesía, marcada por las sombras ominosas de adultos con pensamientos atroces y perversos intereses personales.

Mi reciente visita a una zona vibrante de la noche medellinense, en el corazón de Laureles, dejó una imagen de desolación. En apenas veinte minutos, presencié la desgarradora escena de seis niños mendigando, aferrados a figuras adultas cuya supuesta filiación se tambalea ante las escalofriantes denuncias de padres que lucran con la vulnerabilidad de sus propios hijos. La duda punzante se instala: ¿son realmente sus progenitores o meros explotadores que los alquilan para despertar la lástima y recolectar unas monedas? Esta imagen es un crudo reflejo de una realidad sombría donde la infancia se instrumentaliza para la miseria.

Y es que la ingenuidad inherente a la niñez se ve brutalmente confrontada con un entorno hostil y amenazante. Ser niño en Colombia parece sinónimo de miedo constante. Son arrojados al frente de un combate que no les pertenece, reclutados por grupos armados ilegales y organizaciones criminales que les arrebatan su futuro. Son víctimas silenciosas de desapariciones forzadas y secuestros que dejan familias enteras sumidas en la angustia. Su inocencia se marchita prematuramente bajo el peso de una violencia que no comprenden.

Pero la pesadilla no termina allí. Los niños y niñas de esta Nación son también víctimas de la traición en los entornos que deberían ser sus refugios. Sufren el horror del abuso sexual perpetrado por familiares, docentes, sacerdotes, vecinos y desconocidos. La reciente noticia de un profesor señalado por presuntos abusos en un hogar infantil del ICBF en Bogotá es un golpe demoledor a la confianza en las instituciones creadas para protegerlos. Ni siquiera en estos espacios, concebidos para velar por sus derechos, encuentran seguridad, exponiendo una falla sistémica que clama por una intervención urgente y radical.

La manipulación de los menores por parte de adultos sin escrúpulos adopta formas perversas y variadas. Son utilizados como herramientas para el transporte de drogas, dinero ilícito y armas, e incluso obligados a participar en robos y hurtos, corrompiendo su moral desde la más temprana edad. Esta instrumentalización es una afrenta a su dignidad y un presagio de un futuro truncado por la criminalidad inducida.

Es innegable la cuota de responsabilidad que recae sobre el Estado en estas estadísticas desgarradoras. La falta de penalizaciones ejemplares en los casos de irresponsabilidad familiar envía un mensaje de permisividad que perpetúa el ciclo de violencia y negligencia. La inacción estatal ante la vulneración de los derechos de los niños es una omisión grave que contribuye a la normalización de estas atrocidades.

La inseguridad infantil se extiende a todos los ámbitos. En las escuelas, son víctimas de abuso sexual, acoso e intimidación, entornos que deberían ser de aprendizaje y crecimiento se convierten en escenarios de sufrimiento. En sus hogares propios, enfrentan agresiones físicas y psicológicas, y son utilizados como peones en los conflictos conyugales, manipulados y chantajeados. La explotación laboral infantil, la obligación de cuidar a hermanos menores asumiendo roles de adultos, y el abandono por padres ausentes, completan un panorama desolador.

No podemos olvidar a los niños «huérfanos de padres vivos», aquellos que, aunque sus padres estén presentes, sufren de negligencia y abandono emocional. Las quemaduras con líquidos calientes o pólvora, el riesgo de ser transportados en motocicleta sin protección, e incluso la hambruna que padecen algunos niños indígenas por tradiciones ancestrales, son solo algunas de las múltiples formas en que su integridad se ve amenazada.

El tema resulta incomprensible cuando la propia Constitución de 1991 establece la prevalencia de los derechos de los niños. La pasividad gubernamental, tanto del presente como de administraciones anteriores, en la prevención, promoción y actuación frente a los flagelos que azotan a nuestra infancia es una negligencia imperdonable ¿Dónde están nuestros hijos en este preciso instante? En muchas familias colombianas, la indiferencia hacia el bienestar infantil es una realidad escalofriante, ignorando la importancia de formar ciudadanos íntegros para el futuro.

Nuestra sociedad, con su pasividad e indiferencia, continúa abonando el terreno para que Colombia ostente el vergonzoso título internacional de «violador de los derechos de los niños». El silencio cómplice nos hace partícipes de esta tragedia.

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