Por: Óscar Jairo González Hernández
Hay libros que, iniciada la lectura de Chatwin, ella en sí misma se inmoviliza muy sutilmente, porque no se tenía un conocimiento mayor de Bruce Chatwin (1940-1989). Y eso no ocurre con todos, que tienen como condición leerse en su totalidad desde el inicio mismo de su lectura.
Hay libros que se rebelan y esto ya dice de qué se trata con ellos. Con ellos se evidencian obstáculos, contradicciones, caos y crisis, la misma que se da cuando no se quiere leer más el libro, aunque, también debería darse de una manera con aquellos libros que leemos hasta que no pueden decirnos más y quedamos vaciados de ellos. Y este libro de Chatwin lo es.
Es el relato sencillo de la historia de la vida de un coleccionista de porcelanas, llamado Kaspar Utz. O sea, en un sentido, el de sus relaciones con la realidad y su manera de observarla, de obedecerla y de condenarla. No todo el destino de Utz, se haya concentrado en sí mismo y en su dominio de la realidad, los medios que tiene para dominarla, no quedan resueltos nunca, en su vida, hasta su muerte, ya que dentro de esa realidad hay otros, que la inhiben, la condicionan y la cohíbe. No sabemos por qué.
O sí, ¿por qué no todos tenemos los intereses y las mismas necesidades? O es más, porque no todos, diría Utz somos estetas. Los estetas no tienen cabida en esa realidad violenta, turbadora e intolerante. Guerra y marxismo, invasión y dominación de Rusia a Checoslovaquia intervienen su vida y la inquietan, lo hace su estética de coleccionista, que en él está en conexión indisoluble con su estabilidad económica. Y entonces se relata aquí, la vida del esteta para el que el mundo ha cambiado, sin que él haya sido quien lo cambie, para quien es esencial tener un conocimiento de los movimientos de la economía, para determinar que inversiones hace: Arte y mercancía. Utz, queda entonces como un extraño, no porque lo quiere sino por lo que lo hacen ser así, lo exilan en su realidad, no tiene dominio de ella.
El esteta y coleccionista del libro de Chatwin, querría vivir como el rey Rodolfo, en medio de sus cosas exóticas, insólitas y maravillosas, para no tener que relacionarse para nada con esa realidad que lo condiciona y destruye su sensibilidad, como: Sus mandrágoras, su basilisco (…), su homónculo en alcohol, sus clavos del Arca de Noé y su redoma de polvo a partir del cual Dios creó a Adán. O también, vivir con una decisión irrevocable de no incidir sobre la realidad, como el mismo Rodolfo que: Se encerraba con sus astrónomos (Tycho Brahe y Kepler eran sus protegidos). O buscaba la Piedra Filosofal con sus alquimistas. O discutía con rabinos eruditos los misterios de la Cábala (…) O se hacía retratar por Arcimboldo, quien pintaba el rostro del Emperador como una pila de frutas y hortalizas, con un calabacín y una berenjena a modo de cuello y con un rábano a modo de nuez de Adán.
El esteta no hace concesiones a un dominio que, en relación con Utz, no esté comunicado sensiblemente con su obsesión: Coleccionista, y no uno cualquiera, sino de porcelanas. A la que, sin duda, daría su vida, de la que haría su absoluta intencionalidad. Chatwin relata la iniciación: (…) de puntillas frente a una vitrina de porcelanas antiguas, quedó hechizado por una figura de Arlequín (…) Había descubierto su vocación: dedicaría su vida a coleccionar –“rescatar” como terminó diciendo— las porcelanas de las fábricas de Meissen. Es la observación concentrada, la que se hace mediante el inconsciente y el destino, lo exhiben en su mayor carácter determinante.
Ensaya Chatwin una manera de abordar estos temas sin llevarlos a los manierismos y a los fanatismos modernos, que resultan tan equívocos, al establecer una correlación entre la historia de la porcelana y la tradición hermética, cuando dice: (…) La búsqueda del oro y la búsqueda de la porcelana habían sido facetas de un mismo anhelo: el de hallar la sustancia de la inmortalidad.” Y allí mismo se mencionan los autores y libros que había leído y que leía Utz, para y en su formación inquietante, o sea, la misma que disemina de su necesidad de conocimiento estético irritado en su carácter: Jung, Goethe, Michael Maier, los desvaríos del Dr. Dee y el Dictionnaire Mytho-Hermetique de Pernéty. Nadie se traiciona cuando lee, porque ya sabe de sus libros lo que ellos saben de él. Transmisión hermética del sentido.
El coleccionista es un anarquista y un iconoclasta, porque no idólatra y se adhiere incondicionalmente a aquello en donde se realiza su obsesión. Nunca hace concesiones en el estilo que le fascina y en las formas que irritan sus sentidos de las cosas. Y tiene necesidad también, en ese orden y esa orden, de estar contra aquello que le obstaculice la realización de su deseo, como a Utz los Museos: (…) Así como el niño extiende el brazo para manipular el objeto que nombra, así el coleccionista privado, al concertar la vista con la mano, le devuelve aquél el toque vivificante de su creador. El enemigo del coleccionista es el curador de museo. Lo ideal sería que se saquearan los museos cada cincuenta años, y que se volviera a poner en circulación sus colecciones…”
Nada se sabe del destino de la colección de porcelanas de Utz, de su vida y muerte si queda el testimonio, pero su testamento no lo conoceremos, o sea, aquel en donde se corroboraría el destino de aquellas, su muerte, si lo decimos de otra manera. El narrador dice que, en medio de su arrebatado y ascético amor Utz hacia Marta (¿Cómo era Marta?), su vida cambió radicalmente y decidió, en medio de ese delirio y exaltación, nunca más llevar una vida de esa naturaleza y las destruyó con ella.
No quedan indicios del drama del esteta Utz. O quizá Chatwin y Utz constituyen, a su manera, lo que hoy concreta el crítico e historiador de arte Donald Kuspit, cuando dice: El coleccionista ha perdido interés en ser de utilidad para el mundo, en servirlo y complacerlo; quiere encontrar su verdadero yo a través del objeto artístico. Antes de morir, quiere satisfacerse y servirse a sí mismo más que al mundo (…)». Queda la inquietud en su mayor tensión.