domingo, diciembre 14, 2025
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(ANÁLISIS) Las fronteras del poder político y la seguridad del Estado tras el caso Zuleta y sus implicaciones institucionales

La revelación hecha por la revista SEMANA sobre presuntas interferencias de la senadora Isabel Cristina Zuleta en operativos de la fuerza pública en Antioquia abrió uno de los debates más sensibles del actual Gobierno, los límites reales entre la actividad política, los procesos de paz y la autonomía constitucional de las Fuerzas Militares y de Policía. No se trata de una controversia menor ni de un simple choque de versiones. Los testimonios coincidentes de ocho generales de la república, activos y en retiro, configuran un escenario que obliga a un análisis profundo de sus impactos políticos, de seguridad, institucionales y jurídicos, sin anticipar responsabilidades, pero sí delimitando con claridad la gravedad de lo expuesto.

El corazón del asunto no es únicamente la conducta de una congresista en particular, sino el precedente que se instala cuando un actor político, investido de poder y cercanía con el Ejecutivo, es señalado de intervenir directamente en decisiones operativas contra estructuras criminales que no se encontraban cobijadas por ceses formales al fuego. En un Estado de derecho, esa frontera es innegociable.

La separación de poderes y la autonomía de la fuerza pública

La Constitución colombiana establece con claridad que la conducción de las operaciones militares y policiales recae en el Ejecutivo a través de la cadena de mando institucional, no en congresistas ni en intermediarios políticos. El control político del Congreso se ejerce mediante debates, citaciones y control posterior, no a través de llamadas, mensajes o presiones directas sobre comandantes en terreno.

Los testimonios recogidos indican que oficiales en servicio activo habrían recibido comunicaciones directas de la senadora, de familiares y de asesores, solicitando frenar combates, reconsiderar operativos o modificar líneas investigativas. Más allá de la veracidad judicial que deberán establecer las autoridades, el solo hecho de que altos mandos manifiesten sentirse condicionados por temor a represalias administrativas, como el llamado a calificar servicios o el bloqueo de ascensos, revela un deterioro delicado en la relación civil-militar.

Cuando un comandante admite que accedió a solicitudes por miedo a perder su carrera, se rompe un principio esencial como lo es la independencia operativa basada en criterios técnicos y legales. Ese quiebre tiene consecuencias directas sobre la efectividad de la seguridad del Estado.

Impacto en la seguridad y en la moral institucional

Desde el punto de vista de la seguridad, las presuntas interferencias descritas coinciden con zonas críticas del país donde convergen disidencias de las Farc, Clan del Golfo, ELN y economías ilegales como la minería ilícita. Antioquia, y en particular subregiones como el Bajo Cauca, el nordeste y el norte del departamento, concentran disputas armadas de alta intensidad.

Interrumpir, condicionar o deslegitimar operativos en curso, especialmente combates activos como el ocurrido en Ituango en julio de 2023, no es un asunto administrativo. En ese episodio murieron soldados, hubo enfrentamiento armado y se neutralizó a un cabecilla. Cualquier intento de frenar una acción en desarrollo, de acuerdo con los relatos de los oficiales, tiene implicaciones directas sobre la vida de los uniformados y de la población civil.

En términos institucionales, el efecto más corrosivo es la desmoralización. La reiteración de llamados, reclamos y exigencias de información sensible por parte de una congresista genera la percepción de que el respaldo político no está del lado de quienes ejecutan la política de seguridad, sino condicionado a consideraciones ajenas a la legalidad operativa. Esa percepción, sostenida en el tiempo, erosiona la confianza interna y debilita la capacidad del Estado para imponer autoridad en territorios dominados por el crimen organizado.

El conflicto entre la “paz total” y la acción penal del Estado

Uno de los ejes centrales del debate es la tensión entre la política de “paz total” del Gobierno Petro y la obligación constitucional de perseguir el delito. La senadora Zuleta cumple un rol como coordinadora de espacios de diálogo en la cárcel de Itagüí, lo que le otorga una posición política relevante en esos procesos. Sin embargo, esa función no implica, bajo ningún marco legal vigente, la suspensión automática de acciones judiciales o militares contra estructuras que no han suscrito acuerdos formales.

Los testimonios indican que algunos reclamos de la senadora se habrían fundamentado en la preocupación de que ciertos operativos afectaran mesas de diálogo en curso. Desde el punto de vista institucional, este argumento es problemático. La negociación política no puede convertirse en un blindaje informal para organizaciones criminales, ni puede subordinar la acción de la Fiscalía o de la fuerza pública sin actos jurídicos que así lo dispongan.

Si se instala la idea de que cualquier operativo puede ser cuestionado por afectar procesos de diálogo, el Estado entra en una zona de parálisis selectiva que favorece a los grupos armados ilegales y debilita el principio de igualdad ante la ley.

Abuso de poder y uso indebido de la investidura

En el plano político, el caso plantea interrogantes serios sobre el uso de la investidura congresional. La insistencia, según los oficiales, en recordar el estatus de “congresista” y la cercanía con el presidente de la República, introduce un elemento de presión que trasciende el debate democrático.

El abuso de poder no requiere, necesariamente, un beneficio económico directo. Puede configurarse cuando una autoridad utiliza su posición para influir indebidamente en decisiones que no le competen, afectando el funcionamiento regular del Estado. La eventual existencia de llamadas, mensajes y visitas a batallones para exigir explicaciones operativas encaja, al menos en el plano político, en esa discusión.

El impacto es doble. Por un lado, deteriora la confianza ciudadana en las instituciones, al instalar la sospecha de que hay actores políticos con capacidad de interferir en la acción penal. Por otro, envía un mensaje equivocado a las estructuras criminales, que pueden interpretar estas tensiones como una señal de debilidad o de división interna del Estado.

Implicaciones jurídicas que deben ser evaluadas

Sin anticipar responsabilidades penales, el escenario descrito sí amerita un examen riguroso por parte de las autoridades competentes. Dependiendo de la verificación de los hechos, podrían analizarse conductas relacionadas con tráfico de influencias, abuso de función pública, obstrucción a la justicia o incluso constreñimiento, si se demuestra que existieron presiones indebidas para frenar actuaciones legales.

La compulsa de copias a la Fiscalía y la intervención de la Corte Suprema de Justicia, mencionadas en los reportes, son pasos institucionales necesarios para esclarecer si las comunicaciones descritas se mantuvieron dentro de los márgenes del control político o si cruzaron hacia la interferencia operativa. La investigación deberá establecer contextos, contenidos, frecuencia y efectos reales de esas interacciones.

Igualmente relevante es el papel del Ministerio de Defensa, que, según se conoció, fue alertado por la cúpula militar. Su actuación será clave para restablecer reglas claras de relacionamiento entre el poder político y la fuerza pública.

Consecuencias políticas para el Gobierno y el Pacto Histórico

En el plano político, el caso tiene un impacto directo sobre el discurso del Gobierno en materia de legalidad y lucha contra el crimen. La narrativa de transformación institucional se ve tensionada cuando miembros del propio bloque oficialista son señalados de obstaculizar operaciones contra organizaciones armadas ilegales.

Para el Pacto Histórico, el episodio representa un riesgo reputacional significativo. No solo por la figura de la senadora, sino porque toca el núcleo de la política de seguridad del Ejecutivo. La percepción de tolerancia, selectividad o interferencia en favor de ciertos actores armados puede convertirse en un flanco de desgaste permanente, tanto a nivel nacional como internacional.

Una prueba para el Estado de derecho

Más allá de nombres propios, el caso Zuleta se convierte en una prueba institucional para Colombia. La respuesta no puede ser ni la condena anticipada ni la negación automática. Debe ser la investigación seria, transparente y oportuna. Solo así se protege la legitimidad de las Fuerzas Armadas, se garantiza el control político legítimo y se preserva la credibilidad del Estado frente a la ciudadanía.

La línea que separa la política de la seguridad no puede difuminarse sin consecuencias. En un país atravesado por el conflicto y las economías criminales, cualquier ambigüedad en esa frontera se paga con vidas, con territorio y con confianza institucional. El esclarecimiento de estos hechos no es opcional, es una obligación democrática.

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