La insistencia del presidente Gustavo Petro en impulsar una Asamblea Nacional Constituyente, cuyo borrador ya habría sido presentado para su eventual radicación en el Congreso, ha generado un profundo debate político, jurídico y social en Colombia. Más allá del discurso oficial que busca revestir la propuesta de legitimidad popular, analistas, juristas y sectores de oposición coinciden en que se trata de una estrategia de distracción, una maniobra política destinada a desviar la atención del cúmulo de crisis simultáneas que hoy asfixian al país y erosionan la gobernabilidad del propio Ejecutivo.
La narrativa del presidente se repite. Cuando la realidad le resulta adversa, acude a discursos disruptivos, amenazas de reformas estructurales o llamados al pueblo para respaldar su poder. Sin embargo, la propuesta de una constituyente, más que un proyecto jurídico viable, parece una cortina de humo construida desde el ego presidencial, para culpar a la Constitución de 1991 de los males que en realidad son producto de su propia gestión.
Un país en crisis mientras el Gobierno mira hacia otro lado
El panorama nacional es alarmante. En lo interno, el país enfrenta una crisis de seguridad sin precedentes. En las grandes ciudades, los índices de homicidios, extorsión y hurto se disparan, mientras en las zonas rurales el orden público se desmorona ante el avance de disidencias de las FARC, el ELN y grupos narcoterroristas fortalecidos por la política de “Paz Total”. El Estado perdió control territorial en regiones estratégicas como el Cauca, el Catatumbo y el Bajo Cauca antioqueño.
A ello se suma la crisis económica y fiscal. El déficit del presupuesto público, el aumento del endeudamiento y la pérdida de confianza inversionista derivada de los choques diplomáticos con Estados Unidos, acentuados tras la descertificación del país en materia de narcotráfico, han debilitado la economía nacional. La inflación castiga los bolsillos, la inversión extranjera cae y el desempleo juvenil vuelve a crecer.
En el frente social, las cosas no son mejores. El sistema de salud atraviesa una emergencia que amenaza con colapsar la atención médica en todo el territorio; el sector energético enfrenta un inminente incremento de tarifas que podría duplicar el costo del gas domiciliario y cuadruplicar el de las industrias; y las universidades públicas viven una crisis presupuestal sin precedentes, con paros, desfinanciación y pérdida de cobertura.
Mientras tanto, el escándalo por corrupción dentro del propio gobierno crece y ya más de una decena de exfuncionarios, asesores y contratistas del petrismo enfrentan investigaciones o procesos judiciales por manejos irregulares de recursos públicos. Y en medio de todo esto, el presidente Petro elige hablar de Gaza, de Trump y de “una nueva Constitución”, mientras el país se hunde entre bloqueos, huelgas y desesperanza.
Una Constituyente inviable, sin base jurídica ni tiempo político
El anuncio de una Constituyente no solo es inoportuno, sino jurídicamente inviable. La Constitución de 1991 establece mecanismos claros y restrictivos para reformar su estructura, entre ellos, el acto legislativo, el referendo y la asamblea constituyente, esta última solo posible mediante una ley aprobada por el Congreso, que debe superar cuatro debates, pasar por el control automático de la Corte Constitucional y luego ser refrendada en las urnas por al menos una tercera parte del censo electoral, es decir, unos 14 millones de votos.
En ese contexto, los juristas coinciden en que no hay tiempo ni condiciones políticas para cumplir tales requisitos. El actual Congreso entra en su último año legislativo, marcado por el ambiente electoral de 2026. Entre campañas, recesos y tensiones partidistas, la posibilidad de tramitar ocho debates y obtener un respaldo masivo en las urnas es remota.
El propio proyecto de Petro parece más un instrumento de agitación política que un mecanismo de cambio constitucional. Su finalidad no sería lograr una reforma, sino alimentar el relato de la victimización presidencial, planteando que si el Congreso niega la propuesta, son las “élites” las que le impiden gobernar; si avanza, lo usará como bandera para consolidar su base ideológica y mantener movilizadas a sus minorías políticas en las calles.
De hecho, varios senadores de oposición sostienen que el Gobierno utiliza la Constituyente como una válvula de escape ante la pérdida de control institucional. “Petro sabe que no puede sacar adelante esta idea, pero le sirve para desviar el debate nacional, victimizarse y justificar su fracaso en todos los frentes”, señaló Mariana Fernanda Cabal, congresista del Centro Democrático a través de medios nacionales.
El uso político del caos
La estrategia del presidente no es nueva, pues su liderazgo se alimenta del conflicto. Petro entiende que su capital político depende de mantener vivo un estado de confrontación permanente contra los empresarios, la prensa, la justicia, la Iglesia y, ahora, contra la propia Constitución. La propuesta de una Constituyente no busca construir consensos, sino profundizar la polarización, dividir al país entre “pueblo y oligarquía”, y convertir cada crítica en una excusa para radicalizar a su base.
El riesgo es alto. Con un gobierno debilitado, sin mayoría en el Congreso, sin gobernabilidad, sin respaldo internacional y con instituciones bajo presión; insistir en una constituyente populista, es abrir la puerta a la desinstitucionalización. La historia latinoamericana ofrece ejemplos suficientes con lo ocurrido en las constituyentes de Venezuela, Nicaragua y Bolivia; que comenzaron como ejercicios “democráticos” y terminaron en regímenes autoritarios. En ese sentido, la de Petro no es una propuesta de transformación nacional, sino una maniobra de supervivencia política. Su objetivo no es cambiar la Constitución, sino cambiar la conversación. Mientras el país discute la viabilidad de un nuevo texto constitucional, se aplazan los debates urgentes sobre seguridad, corrupción, energía, salud y educación; entre los demás temas sensibles del paí.
Un país distraído, un gobierno sin rumbo
La idea de una Constituyente se presenta como la gran promesa de redención de Gustavo Petro, pero en realidad es su más visible síntoma de desesperación política. Es el reflejo de un gobierno acorralado por la ineficiencia, el desorden institucional y la pérdida de credibilidad.
En lugar de concentrarse en resolver los problemas que golpean a los colombianos, Petro opta por construir enemigos imaginarios y vender la ilusión de que un cambio de Constitución resolverá los errores de su administración.
Sin embargo, el pueblo colombiano ya parece advertir la maniobra. La constituyente no es una salida, sino una distracción populista que busca prolongar el discurso revolucionario de un presidente que, a falta de resultados, necesita agitar fantasmas para mantenerse vigente.
El país no necesita una nueva Constitución, necesita un gobierno capaz de cumplir la actual, de restaurar la confianza, garantizar la seguridad y gobernar con eficacia. Lo demás, incluida esta constituyente fantasma, es solo humo que intenta cubrir el incendio que hoy consume a Colombia.







