viernes, junio 6, 2025
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(ANÁLISIS) El presidente, la consulta popular y los límites constitucionales

La declaración del mandatario colombiano sobre su anuncio de convocar mediante decreto una consulta popular ha desatado reacciones de diferente índole, poniendo en cuestión la separación de poderes que fundamenta la estabilidad institucional colombiana.

Según la Ley 134 de 1994, en su artículo 50, el presidente de la República puede convocar al pueblo a una consulta de trascendencia nacional, pero únicamente con concepto previo favorable del Senado y la firma de todos los ministros. El pasado 14 de mayo la consulta popular se hundió con la mayoría del senado votando por el no. Pero, el actual mandatario ha desconocido estos resultados, tachando el proceso de votación de fraudulento.  

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Sin embargo, como lo ha señalado el abogado David Suárez, ni el presidente ni sus ministros están facultados para declarar la ilegalidad o nulidad de una actuación del Congreso. No son jueces. Si el gobierno considera que existió alguna irregularidad en el trámite legislativo, el camino institucional es acudir ante los jueces competentes para que sean ellos quienes decidan si la actuación del Senado se ajusta o no al derecho.

Desconocer esta vía y actuar por fuera de ella no solo erosiona la separación de poderes, sino que abre la posibilidad de que se configure una actuación abiertamente contraria a derecho. De concretarse la expedición del decreto, este podría ser demandado de inmediato como acto administrativo, e incluso podría solicitarse su suspensión provisional si se considera que vulnera de manera evidente el ordenamiento jurídico.

Además, la Corte Constitucional, en su Sentencia C-288 de 2012, ha recordado que la separación de poderes es un eje estructural del Estado constitucional. Esta implica no solo la delimitación clara de competencias entre ramas del poder, sino también la existencia de controles recíprocos que eviten la concentración arbitraria del poder.

Aunque el presidente tiene la potestad reglamentaria prevista en el artículo 189 de la Constitución, esta no lo habilita para crear nuevos procedimientos ni sustituir los requisitos legales que regulan los mecanismos de participación ciudadana.

En términos prácticos, aún si se llegara a firmar el decreto, la ley exige que en un plazo de cuatro meses se convoque la votación, y que al menos 13 millones de personas, la tercera parte del censo electoral, participen, con una mayoría simple por el “sí”. Un escenario que, por ahora, parece improbable.

Este tipo de intento del gobierno de turno de quitar credibilidad y desafiar a las demás ramas no es el primero, y probablemente no será el último. Pero lo que queda claro es que, en un Estado de derecho, el disenso entre poderes debe resolverse a través de los canales previstos por la Constitución y no mediante actos que la desborden.

En definitiva, lo que está en juego no es solo un pulso político coyuntural, sino la salud misma del orden democrático. Cuando desde el poder ejecutivo se pretenden sortear los límites legales con argumentos de legitimidad popular, se erosiona la confianza ciudadana en las instituciones y se abre una peligrosa puerta a la arbitrariedad.

Vale la pena reiterarlo, la legitimidad no puede usarse como pretexto para transgredir la legalidad. Por ello, más allá de las simpatías ideológicas, resulta urgente defender el equilibrio institucional como garantía de una democracia duradera y no sujeta a los caprichos del gobernante de turno.

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