domingo, diciembre 14, 2025
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(ANÁLISIS) Cárceles sin control y poder criminal intacto. El caso de Itagüí y sus efectos sobre la seguridad del Estado

Las recientes revelaciones sobre los privilegios de los que gozan varios capos recluidos en la cárcel de máxima seguridad de Itagüí, vuelven a poner sobre la mesa uno de los problemas estructurales más graves del sistema penitenciario colombiano, como lo es la pérdida real del control del Estado sobre ciertos centros de reclusión y la consolidación de un modelo de presos con jerarquías, beneficios diferenciados y capacidad de mando criminal desde el encierro. Lo ocurrido no es un episodio aislado ni una anomalía puntual, sino la confirmación de una tendencia que se ha profundizado en los últimos años y que hoy tiene impactos directos en la seguridad ciudadana, la legitimidad institucional y la confianza pública.

La cárcel de Itagüí, que debería operar bajo estándares estrictos de máxima seguridad, aparece descrita por múltiples fuentes, como un espacio donde algunos de los delincuentes más peligrosos del país, no solo conservan su poder, sino que lo ejercen con comodidades impropias de cualquier régimen penitenciario. Televisores de última generación, computadores, sistemas de aire acondicionado, electrodomésticos, celdas remodeladas y control informal sobre traslados internos configuran un escenario incompatible con la noción misma de privación de la libertad.

El símbolo político del ‘tarimazo’ y su efecto institucional

La presencia de estos capos en el llamado ‘tarimazo’ en Medellín, acompañando al presidente Gustavo Petro en un acto público, no fue un hecho neutro. Para amplios sectores de la ciudadanía y de la institucionalidad, ese episodio marcó un punto de quiebre simbólico, donde la imagen de jefes criminales legitimados públicamente mientras siguen delinquiendo desde prisión. Las revelaciones posteriores sobre los privilegios que gozan en Itagüí refuerzan la percepción de que ese gesto político tuvo consecuencias prácticas dentro del sistema carcelario.

El mensaje implícito que se transmite es peligroso. Cuando los máximos responsables del microtráfico, la extorsión, el sicariato y el control territorial urbano aparecen como interlocutores válidos del poder político, el principio de autoridad se debilita. No se trata de negar la posibilidad de procesos de sometimiento o diálogo, sino de advertir que estos no pueden traducirse en beneficios ilegales, ni mucho menos en la suspensión de la función punitiva del Estado.

Presos de primera, segunda y tercera categoría

Uno de los impactos más corrosivos de este fenómeno es la consolidación de un sistema penitenciario de castas. En Itagüí, según las denuncias, existen presos de primera categoría que controlan pabellones, deciden traslados internos y acceden a lujos por los que otros internos llegan a pagar sumas millonarias. En contraste, la mayoría de la población carcelaria permanece hacinada, sin acceso a servicios básicos y sometida a la autoridad informal de los jefes criminales.

Esta diferenciación no solo viola el principio de igualdad ante la ley, sino que reproduce al interior de las cárceles las mismas estructuras de poder que operan en la calle. El preso común queda subordinado al capo, y el Estado cede su rol de garante del orden interno. En ese contexto, la cárcel deja de ser un espacio de resocialización o de neutralización del delito y se convierte en una extensión del territorio criminal, en donde el Estado perece convertirse en cómplice silencioso.

Impacto directo en la seguridad ciudadana

El control criminal desde las cárceles tiene efectos inmediatos en la vida cotidiana de las ciudades. Desde estos centros de reclusión se coordinan extorsiones, ajustes de cuentas, control de plazas de microtráfico, fronteras invisibles y sicariato. La idea de que los cabecillas “están presos” pierde sentido cuando siguen dirigiendo sus estructuras con plena capacidad operativa, protegidos desde la cárcel, que pasa a ser una cómoda oficina de “teletrabajo” y que en donde la clandestinidad no es necesaria.

La fuga de alias el Flaco, integrante de las disidencias de las Farc condenado por secuestro y desaparición forzada, agrava aún más el panorama. Que un delincuente de alto perfil escape a través de áreas destinadas a diligencias con abogados en una de las cárceles más seguras del país, evidencia fallas graves de seguridad, pero también sugiere un entorno permisivo donde los controles están debilitados. La fuga no es solo un fracaso operativo; es un síntoma de un sistema penetrado por la corrupción y el miedo.

Cuando los ciudadanos perciben que los principales responsables de la violencia viven con privilegios, mientras ellos padecen extorsión, robos y homicidios, la confianza en el Estado se erosiona. La seguridad deja de entenderse como un derecho garantizado y se convierte en una negociación desigual con actores ilegales.

El rol del Inpec y el silencio institucional

La ausencia de respuestas claras por parte del Inpec frente a estas denuncias es otro elemento preocupante. El control de ingresos de objetos prohibidos, la modificación de celdas, la entrada de licor, dispositivos electrónicos e incluso personas externas; no puede explicarse sin una red de complicidades internas. La existencia de una supuesta “tienda” externa que funciona como centro logístico para el ingreso de bienes ilegales apunta a un esquema organizado y sostenido en el tiempo.

Este silencio institucional no es neutro. La falta de pronunciamientos, investigaciones visibles o medidas correctivas refuerza la sensación de impunidad y alimenta la percepción de que las cárceles están fuera del alcance real del control estatal; y esa falta de control, se traduce en la percepción de la complicidad del Estado.

Importante es recordar el papel de la senadora Isabel Zuleta como la principal mediadora del Gobierno de Gustavo Petro, quien para la opinión pública y según las denuncias reiteradas del alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, es una de las que viene interfiriendo y privilegiando a los más peligrosos delincuentes, una de las presuntas responsables de los escandalosos privilegios de los capos de la Cárcel de Itagüí, en medio de la mesa de negociaciones que coordina.

Fiscalía y Procuraduría, una omisión que pesa

Otro de los aspectos más críticos es la aparente inacción de la Fiscalía General de la Nación y de la Procuraduría frente a denuncias reiteradas. La existencia de privilegios ilegales, corrupción penitenciaria y posibles favorecimientos indebidos, debería activar investigaciones disciplinarias y penales de oficio. Sin embargo, la percepción pública es que las alertas, incluso las formuladas por autoridades locales como el alcalde de Medellín, han sido ignoradas o minimizadas.

Esta omisión tiene consecuencias jurídicas e institucionales. Cuando los órganos de control no actúan frente a hechos de alto impacto, se debilita el sistema de pesos y contrapesos y se refuerza la idea de selectividad en la aplicación de la ley.

El papel del Gobierno y el riesgo de una política equivocada

El señalamiento de que sectores del Gobierno, a través de la senadora Isabel Cristina Zuleta como coordinadora de los diálogos en Itagüí, habrían impulsado un trato privilegiado para estos delincuentes, plantea un debate de fondo sobre la política criminal del Estado. La búsqueda de salidas negociadas no puede confundirse con la concesión de prebendas ilegales ni con la tolerancia frente a economías criminales activas.

Un Estado que envía señales de indulgencia hacia quienes controlan el delito urbano corre el riesgo de deslegitimar su propia autoridad. La paz no se construye debilitando la ley, sino fortaleciendo la capacidad institucional para imponerla de manera justa y transparente.

Consecuencias legales e institucionales

Desde el punto de vista legal, los hechos descritos ameritan investigaciones exhaustivas. La introducción de objetos prohibidos, la modificación de infraestructura carcelaria sin autorización, la fuga de internos y la posible connivencia de funcionarios; pueden configurar delitos y faltas disciplinarias graves. La ausencia de consecuencias refuerza la cultura de impunidad y perpetúa el ciclo de corrupción.

En términos institucionales, el daño es profundo. Cada privilegio ilegal otorgado a un capo es una derrota simbólica del Estado frente al crimen organizado. Cada operativo frustrado desde la cárcel es una amenaza directa a la seguridad ciudadana.

Un problema estructural que exige decisiones de fondo

Lo que ocurre en la cárcel de Itagüí no es un escándalo aislado ni una anécdota mediática. Es la expresión de un modelo penitenciario colapsado, de una política criminal ambigua y de una institucionalidad que, en este caso, parece haber renunciado a ejercer su autoridad plena. El impacto se siente en las calles, en los barrios controlados por estructuras criminales y en la desconfianza creciente de los ciudadanos.

La pregunta ya no es si existen privilegios para algunos presos, sino hasta cuándo el Estado permitirá que las cárceles sigan funcionando como centros de mando del delito. La respuesta definirá no solo la política de seguridad, sino la credibilidad misma de la democracia y del Estado de derecho en Colombia.

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