jueves, noviembre 27, 2025
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(OPINIÓN) Una propuesta: conclave de candidatos. Por: Andrés Gaviria Cano

En Colombia se está normalizando lo inaceptable: la idea de que una elección presidencial puede armarse con decenas de precandidatos, cada uno con su ego, su micrófono y su pequeño séquito, pero sin una sola hoja de ruta seria para sacar al país del atolladero. Es la política convertida en casting, no en servicio público. Y cuando la política se parece más a una audición que a un proyecto de poder responsable, el resultado es siempre el mismo: fragmentación, improvisación y derrota.

Hoy circulan más de treinta nombres que ni siquiera rozan el 1% en las encuestas, pero hablan como si tuvieran detrás una marea ciudadana silenciosa. Se permiten «poner condiciones», exigir cuotas, reclamar espacios en listas y hasta pretender imponer líneas programáticas, cuando la verdad es que no representan a nadie más allá de su entorno de confianza y unos cuantos contratistas agradecidos. Eso no es liderazgo: es mercadeo político de bajo costo.

Lo más grave es que esta inflación de nombres distorsiona el debate público. Cada candidatura testimonial ocupa tiempo mediático, fragmenta la atención y hace más difícil que el ciudadano promedio identifique quiénes son, de verdad, las alternativas con posibilidades de gobernar. Mientras tanto, los pocos precandidatos que sí superan el 4% en las encuestas serias —los únicos con alguna opción real de crecer, unificar y disputar el poder— siguen midiéndose entre ellos, compitiendo por vanidad y perdiendo de vista lo esencial: Colombia atraviesa un momento demasiado delicado como para convertir la primera vuelta en un ejercicio de supervivencia individual.

En lugar de construir una coalición robusta, buena parte de la centro y la centroderecha se comporta como si estuviera inscrita en un «reality show» donde lo importante es llegar vivo al próximo sondeo. Cada quien monta su pequeña campaña, contrata su propio encuestador, arma su narrativa épica de 1% y se convence de que, con un golpe de suerte, el país entero despertará un día repitiendo su nombre. Esa ilusión no solo es infantil; es irresponsable.

Porque mientras unos se marean con su propio 1%, el país sigue deslizándose por una pendiente peligrosa: más inseguridad, más improvisación económica, más polarización y menos confianza institucional. La dispersión no es un problema estético; tiene consecuencias concretas. En una segunda vuelta polarizada, cada voto que se quedó atrapado en una candidatura sin futuro es, en la práctica, un voto regalado al proyecto que se pretendía enfrentar.

De ahí la propuesta: los precandidatos de centro y centroderecha que marquen más del 4% y que tengan verdadera vocación de poder deberían encerrarse en un cónclave político antes del 15 de diciembre. No un foro para la foto, no un desayuno con trinos amables, no una ronda más de lugares comunes: un cónclave de verdad, al viejo estilo. Una habitación cerrada, sin cámaras, sin celulares, sin estrategas de marketing dictando eslóganes vacíos.

Cuando la Iglesia Católica se enfrenta a una decisión trascendental, no monta una encuesta en redes ni improvisa una transmisión en vivo para medir reacciones. Encierra a los cardenales, les quita distracciones y les recuerda que están decidiendo algo que los supera a ellos como individuos. No salen hasta que haya humo blanco. La señal es clara: hay momentos en los que la historia no admite más dilaciones ni excusas.

Ese es el espíritu que le está faltando a la centroderecha colombiana: un espacio con un criterio mínimo de realidad. En ese cuarto deberían estar solo quienes pesan electoralmente —los que pasan del 4%— acompañados de los «camarlengos» de la política: dirigentes serios, técnicos, empresarios, líderes sociales y académicos que no necesitan figurar en el tarjetón, pero que aportan criterio, información y visión de país.

La agenda no necesita ser interminable, pero sí quirúrgica. Primero, definir de una vez por todas el método de selección de un único candidato presidencial y su fórmula vicepresidencial. Segundo, fijar fechas inamovibles, que no dependan del capricho de la encuesta de la semana. Tercero, escoger mecanismos claros —encuesta, primarias, convención—, pero serios, transparentes y con reglas conocidas y aceptadas por todos. Y cuarto, sobre todo, firmar el compromiso de respetar el resultado y rodear sin doble discurso al candidato que salga elegido.

El país decente —el que trabaja, paga impuestos, cumple la ley y no vive pendiente de un contrato— tiene derecho a saber antes del 15 de diciembre cómo piensa este sector político escoger a la persona que lo representará en la primera vuelta de mayo de 2026. No el 30 de abril, no cuando ya sea imposible corregir el rumbo, no cuando todo esté negociado en pequeños cuartos oscuros. Ahora.

Porque la experiencia reciente es tozuda: cada vez que el centro y la centroderecha decidieron llegar a la primera vuelta con una romería de nombres, el resultado fue el mismo: dispersión, derrotas y cuatro años más de improvisación. No hay margen para convertir las presidenciales de 2026 en una feria de egos heridos ni en un desfile de proyectos personales. O se entiende la magnitud del momento, o se resignan otros cuatro años del destino del país.

También hay que hablarles sin rodeos a quienes no marcan ni el 1%. No se trata de despreciar trayectorias personales ni de negar el derecho a participar. Cualquiera puede soñar con ser presidente; la democracia admite ese sueño. Pero una cosa es el derecho a soñar y otra la responsabilidad política. Cuando alguien sin peso electoral se lanza sabiendo que no tiene opción, y aun así se sienta en la mesa a exigir cuotas, a vender por anticipado su adhesión, a negociar burocracia futura, no está haciendo patria: está buscando empleo.

Sería incluso pedagógico publicar la lista completa de esos más de treinta nombres que no logran alcanzar el 1%. No para la mofa, sino para entender el fenómeno: cuántos aparecen cada cuatro años, cambian de partido como de camiseta y viven de estar siempre «disponibles» para cualquier coalición que les ofrezca algo a cambio. El país decente tiene derecho a identificarlos y ubicarlos en el lugar que corresponde: el del oportunismo, no el del liderazgo.

La propuesta del cónclave no busca excluir por capricho, sino introducir un criterio mínimo de realidad: si alguien quiere sentarse a definir el rumbo del país, lo primero que debe demostrar es que un porcentaje significativo de colombianos está dispuesto a escucharlo. Si ni siquiera logra superar el margen de error de una encuesta, quizá su rol no sea el de candidato presidencial, sino el de asesor, concejal, activista, columnista o militante. Todos esos papeles son necesarios; lo que no es aceptable es usar una candidatura inexistente como palanca para negociar prebendas.

El país no necesita más nombres: necesita carácter. Menos ruedas de prensa y más decisiones valientes. Menos cálculo personal y más visión de largo plazo. Un cónclave al viejo estilo —sin celulares, sin cámaras, sin filtraciones interesadas— enviaría una señal poderosa de que, al menos en un sector del espectro político, todavía hay quienes entienden que el poder no es una vitrina ni un juego, sino una responsabilidad histórica.

Si de ese cuarto sale humo blanco —un solo candidato, una fórmula vicepresidencial sólida y un método pactado para ordenar las listas al Congreso—, el país sabrá que allí hay seriedad y vocación de gobierno. Si ni siquiera son capaces de encerrarse a decidir, quedará claro que lo suyo nunca fue vocación de poder, sino vocación de espectáculo.

El reloj corre. Mayo de 2026 está a la vuelta de la esquina. Los ciudadanos que aún creen en la política como herramienta de cambio no necesitan más discursos bien escritos ni más eslóganes; esperan un gesto de madurez. El cónclave no es una ocurrencia romántica ni una metáfora religiosa: es una invitación concreta a que, por una vez, los dirigentes estén a la altura del momento. Y a que dejen de comportarse como precandidatos de sí mismos para empezar a comportarse como responsables del país que dicen querer gobernar.

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