Existe una figura que camina libre y ligera, con la billetera casi intacta y la agenda despejada, y es el «padre de bolsillo». Se separan de la pareja y, en un acto de cobardía emocional, se divorcian también de sus hijos. Esta no es una crisis económica, es una crisis de carácter. Mientras la madre sigue allí, enferma, agotada, sin un minuto de respiro, este hombre se desvanece en la comodidad de su nueva vida, ¿Con qué descaro la sociedad acepta que ser «padre» se limite a una esporádica visita o a una transferencia bancaria a destiempo, cuando esta se da? Es hora de llamar a las cosas por su nombre: esto no es solo «ausencia»; es paternidad abandónica, un comportamiento que deja a los hijos huérfanos de afecto, seguridad y estabilidad.
La frialdad de este desapego es escalofriante. Hablamos de hombres que desconocen los intereses, los miedos o el nombre del mejor amigo de sus propios hijos. Su concepto de relación se reduce a una visita esporádica que parece más una obligación legal que un lazo de amor. Pero el daño es profundo: estas ausencias programadas siembran en la mente de un niño la semilla de la depresión y la ansiedad, el sentimiento de que no son lo suficientemente importantes para merecer el tiempo y el compromiso de su progenitor. El impacto no es solo emocional; es una herida que mina la estabilidad financiera y el bienestar psicológico, que es un derecho inalienable de todo ser humano.
Pensemos por un momento en la injusticia brutal de este panorama. La madre se queda, rota, sin ánimo, con el alma exhausta, obligada a multiplicar su rol para tapar el vacío del «padre ausente». Ella tiene que ser el soporte económico, el paño de lágrimas, la que imparte disciplina y la que maneja la agenda. ¿Y él? Él se permite el lujo de la «dejadez» y el olvido. La ley establece una obligación, pero la decencia humana debería imponer una responsabilidad de tiempo y corazón. Un mes tiene un promedio de 720 horas. Si la custodia es compartida, ¿por qué no son 360 horas de dedicación real para cada uno? ¿Mamás por qué cargar una obligación que es de dos?
Y aquí, madres valientes, debemos hablar sin tapujos. Esta práctica abominable se perpetúa porque, en muchos casos, ustedes, por miedo, por pereza, por no «rogar migajas» o por no «generar jartera», han terminado por alcahuetear la irresponsabilidad. Basta de esa creencia limitante, no están rogando; están reclamando justicia para sus hijos. El dinero no es suyo, es un derecho del niño a una vida digna. El tiempo no es un favor, es la mitad del compromiso de ser padre. Dejen de recibir migajas y activen los mecanismos legales que tienen. La inacción es el mejor aliado de la desidia paterna.
Es imprescindible que se sacudan esa idea caduca de que «los hijos son de la madre». Sí, en los primeros años el vínculo es más fuerte, pero con el tiempo ustedes también tienen derecho a recuperar sus roles como mujeres, como profesionales, como hijas y como individuos. La paternidad es una decisión consciente o inconsciente, pero la responsabilidad es innegociable. El hombre que merece el título de «papá» es aquel que cuida, protege y trabaja por sus hijos, sin importar en lo absoluto la relación que tenga con la madre. De lo contrario, no es un padre; es un donante esporádico con derecho a opinar.
Y el llamado a la acción más fuerte es para la justicia de este país. Dejen de ser cómplices por omisión. Los estrados judiciales y los sistemas de familia han fallado al no hacer valer, con la mano más dura, los derechos de estos niños rotos. La inoperancia, la lentitud y la falta de castigo real a quienes incumplen la ley de manutención y la de paternidad efectiva han creado este ecosistema de abandono. Es una vergüenza que los derechos de los más vulnerables sean tratados con tanta ligereza burocrática. Pongan multas, embarguen, y, sobre todo, impongan la presencia activa.
Madres, es el momento de la dignidad. Si no lo hacen por ustedes, háganlo por la estabilidad emocional y económica de esos seres que merecen una vida completa. Dejen de normalizar al «padre ausente y mantenido» por su irresponsabilidad. Reclamen el tiempo, el afecto y el dinero. A la sociedad: dejen de aplaudir a los hombres que «ayudan» a sus hijos y empiecen a exigir a los que «cumplen» su deber ineludible.





