miércoles, junio 11, 2025
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(ANÁLISIS) Atentado a Miguel Uribe es la ceguera del Estado y el colapso del discurso democrático

El atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay marcó un punto crítico en el estado de la democracia colombiana. Más allá del acto violento que hoy mantiene al dirigente político luchando por su vida, el hecho evidencia una acumulación de errores estratégicos, omisiones institucionales y un deterioro simbólico que compromete gravemente la salud del sistema político.

Estas son tres dimensiones clave del caso, el uso instrumental de un menor como autor material, el papel del discurso político en la normalización de la violencia, y la inoperancia de los órganos de inteligencia del Estado. Lo ocurrido no es un episodio aislado, sino el reflejo de un modelo de poder que prioriza la narrativa sobre la vigilancia, y la confrontación ideológica sobre la convivencia democrática.

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Un menor armado, una narrativa detrás

El atacante, Juan Sebastián Rodríguez Casallas, tiene solo 14 años. El hecho de que un adolescente haya ejecutado un intento de magnicidio con un arma de alta gama, una Glock 9 mm adquirida legalmente en Estados Unidos, apunta a algo más que un entorno de exclusión o marginalidad, pues revela planificación, reclutamiento y funcionalidad táctica.

Este no fue un crimen improvisado. Fue un ataque directo contra un actor político de oposición, cometido en plena capital y durante un acto público, lo que agrava su carácter simbólico. La figura del menor no es solo un atenuante legal, es también un escudo jurídico elegido con intención. La utilización de menores como autores de crímenes políticos podría incluso configurar una forma de crimen de lesa humanidad si se prueba una red de instrumentalización organizada, a sabiendas de que la ley protege a los menores y sus penas son más flexibles.

El problema no termina en la ejecución. El ataque se produce en un contexto en el que Miguel Uribe había solicitado más de 20 veces un refuerzo de su esquema de seguridad a la Unidad Nacional de Protección (UNP), como lo reveló IFMNOTICIAS sin obtener respuesta. La omisión es especialmente grave si se tiene en cuenta que el riesgo era conocido y que el atentado se dio en un entorno urbano, vigilado y con alto flujo institucional. A Miguel Uribe la UNP lo catalogó con riesgo extraordinario cuando su real situación era de riesgo extremo.

Un discurso oficial que polariza y una inteligencia que no ve

Uno de los elementos más inquietantes del caso es la falla total de los sistemas de inteligencia. No hubo alertas. No hubo seguimientos. No hubo prevención. El aparato estatal falló en anticipar un acto criminal cometido a la vista del país. Lo que llama la atención es que la inteligencia nacional no tuvo siquiera alarmas, pero la inteligencia internacional sí, como lo dio a conocer el expresidente Álvaro Uribe Vélez después del atentado, cuando fue informado que fuera de Miguel Uribe, también había amenazas en su contra, contra la senadora y precandidata María Fernanda Cabal, contra el abogado y precandidato Abelardo de la Espriella y contra la periodista y también precandidata Vicky Dávila.

Esta inoperancia de la inteligencia colombiana no es accidental. Los últimos años han estado marcados por una serie de escándalos que debilitaron a los organismos de inteligencia del Estado y de despidos de la experiencia. Escándalos como las interceptaciones ilegales, manipulación de pruebas, purgas internas, y uso de plataformas de vigilancia como Pegasus para fines políticos. Todo esto ha llevado a que la inteligencia haya dejado de ser una herramienta para proteger la institucionalidad, y se haya convertido en un brazo subordinado a la narrativa del poder.

A esto se suma la tendencia en los gobiernos de Juan Manuel Santos y Gustavo Petro, que desmantelaron con despidos a los generales y coroneles que ostentaban el grueso de la experiencia y conocimiento en materia de inteligencia y contrainteligencia en el país, debilitando y desperdiciando la inteligencia que en otrora fue reconocida como una de las más fuertes e importantes del mundo. Como si fuera poco, en los cargos de inteligencia nacional, el gobierno de Gustavo Petro ha nombrado a militantes y guerrilleros desmovilizados del M-19, lo que no ofrece tranquilidad ni confianza al país.

El contexto se agrava cuando se analiza el discurso presidencial. Aunque Gustavo Petro condenó el atentado con palabras de solidaridad y defensa de la democracia, su historial de intervenciones públicas muestra una constante deslegitimación del adversario. Expresiones como “castas traidoras”, “mafias del poder”, “enemigos del pueblo”, “periodistas asesinos”, “Muñecas de la mafia”, no son frases aisladas: conforman una narrativa confrontacional donde el oponente político no es un contendiente, sino un obstáculo moral a eliminar.

Esa narrativa, cuando se sostiene desde las más altas esferas del poder, construye condiciones simbólicas para la violencia. No es necesario que se ordene un atentado para que se genere un entorno en el que algunos lo vean como una forma de acción política válida. El hecho que el Presidente haya enalborado la bandera de “la muerte” inspirada en las gestas de Bolívar, fue interpretada como una orden por sus más violentos seguidores. Asímismo ha sido interpretado como orden, las apelaciones constantes de Petro a la “revolución” en las calles, promover manifestaciones contra instituciones democráticas como las Cortes y el Congreso para presionar decisiones; son solo algunos de esos símbolos que solo impulsan la violencia.

La democracia frente al espejo: corregir o colapsar

El atentado a Miguel Uribe no es solo una tragedia política, sino una advertencia institucional. Pone en evidencia que la democracia colombiana está funcionando sin red de protección, sin neutralidad técnica y con una retórica que alimenta la fragmentación. La pregunta que debe plantearse el país no es ¿quién disparó realmente? Ya se sabe que fue un menor, pero no se conoce es quién pagó y dio la orden y quién permitió que ocurriera; y esto es desde el aparato de seguridad que no previno, hasta los discursos que degradan al oponente. Algo preocupante es que cada día que pasa se hace humo el verdadero responsable.

Lo que está en juego no es una elección, es el tejido mismo de la democracia. Si no se revierte el rumbo, la violencia dejará de ser excepción y se convertirá en método. Esto debe llevar a la reflexión al país. Todo parece indicar que lo que se busca con esto es sembrar la teoría del caos y con ello, hay voces que afirman que es un juego del mismo gobierno para lograr que con el argumento de que no hay condiciones de seguridad para adelantar elecciones, el presidente Gustavo Petro, quien niega las instituciones y la constitución, unilateralmente, decida permanecer en el poder.

Si bien estas voces han sido señaladas por los más cautos como teorías de conspiración, es claro que los hechos adelantados por el gobierno llevan a que estas teorías se vean como posibles. El hecho que desde hace meses diferentes miembros del gobierno y congresistas del Pacto Histórico hablen simultáneamente de «reelección», «Asambleas Constituyentes», ataquen a las cortes, al Congreso, a los medios, al empresariado; ha llevado a que Petro haya sido reconocido constantemente, en su tendencia de «dictador». Así su retórica, a veces contradictoria, sería parte de ese «caos» con el que se compone la retórica.

En el caso del atentado contra Miguel Uribe, ha llamado la atención de los analístas políticos y de seguridad, que el Presidente en los tres días siguientes al atentado, haya sido quien ha llamado a rendir cuentas a la Fiscal, a la Policía y a los investigadores en los consejos de seguridad convocados a través de un Puesto de Mando Unificado, PMU, de los que se han desprendido alocuciones presidenciales y comunicados que esgrimen teorías del presidente sobre el sangriento hecho, lo que ha sido interpretado con la intención de Petro de componer y controlar la retórica a su conveniencia, orientando las líneas de investigación ensombreciendo la independencia de las investigaciones.

Hechos como la pérdida del celular del sicario, la pérdida de la cadena de custodia del arma, la demora en la judicialización del menor, la protección y vinculación al sicario no como victimario sino como víctima en el programa de protección de testigos; todo amparado en que el sicario es un menor de edad que debe tener un tratamiento diferente al de un criminal; hace temer que se visualice un futuro de impunidad sobre el hecho y que no se conozca la verdad ni haya justicia real sobre este caso.

La amenaza que significa el atentado contra Miguel Uribe no solo crecerá en cantidad, sino en dirección. Desde el sábado sienten como propia la amenaza y con temor todos los opositores, periodistas, magistrados, defensores de derechos humanos y quienes sean críticos al gobierno. La desprotección será estructural, y la violencia, funcional.

En este contexto, los expertos en seguridad que han expresado sus preocupaciones, se plantean recomendaciones estratégicas urgentes como reestructurar el sistema nacional de inteligencia, devolviéndole su independencia y eficacia operativa, garantizar esquemas de seguridad reales y no politizados para todos los actores públicos en riesgo, sin distinción ideológica, proteger institucionalmente a las altas cortes, medios y entes de control, hoy en la mira de la violencia directa o simbólica, desmontar la narrativa de odio desde el poder, sustituyéndola por un lenguaje político centrado en la convivencia democrática.

No fue solo una bala la que hirió a Miguel Uribe. Fue también la suma de silencios, omisiones y discursos que eligieron no ver el peligro. La pregunta ahora es si Colombia tiene la voluntad y la lucidez para corregir el rumbo. Si no lo hace, el atentado del sábado será recordado no como un episodio aislado, sino como el comienzo visible de una espiral de radicalización irreversible.

    La historia aún no está escrita. Pero este es, sin duda, un momento para decidir qué tipo de país qse quiere construir.

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